He oído comentar que hubo un niño muy sensible e inteligente, que solía preocuparse y lamentarse por el estado en que se encontraba el mundo.
Más adelante, durante su juventud, empezó a protestar y a quejarse por las políticas impulsadas por el Gobierno de su país.
Frustrado por no poder conseguir los cambios que él tanto anhelaba y deseaba desde lo más profundo de su ser, al llegar a la edad adulta centro sus criticas y juicios en su mujer y sus hijos.
Fue sin duda una vida marcada por lucha, el conflicto y el sufrimiento.
Sin embargo, al cumplir los ochenta años y aquejado ya de una enfermedad terminal, experimentó una revelación a través de la más sincera de las auto-reflexiones, que transformó su manera de ver la vida.
Tanto es así que horas antes de fallecer dejó por escrito el epitafio que más tarde se debería de escribir sobre su tumba:
“Cuando fui niño quise cambiar el mundo.
Cuando fui joven quise cambiar a mi país.
Cuando fui adulto quise cambiar a mi familia.
Y ahora que soy un anciano y que estoy a punto de morir, he comprendido que si hubiera cambiado yo, habría cambiado todo lo demás”.
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